¿Por qué García Márquez tuvo que asilarse en México?
La expedición
del Estatuto de Seguridad por el Presidente Julio Cesar Turbay como respuesta
represiva al robo de armas del Cantón norte por el M-19 forzó a Gabo a salir
del país.
En la última
semana de marzo de 1981, Gabriel García Márquez, con Mercedes Barcha, su
esposa, viajó a México, ante la inminencia de una detención por parte del Ejército
Colombiano, que sospechaba que tenía vínculos con el M-19, en el gobierno de
Julio Cesar Turbay, fueron varios los intelectuales, que fueron detenidos y
atropellados, entre ellos Luis Vidales, la Pianista Teresita Gómez y la
escultora Feliza Bursztyn, el siguiente es un texto de García Márquez publicado
en EL PAÍS de España, a la semana del incidente.
Punto final a un incidente ingrato
Nunca, desde
que tengo memoria, he dado las gracias por un elogio escrito ni me he
contrariado por una injuria de Prensa. Es justo cuando uno se expone a la
contemplación pública a través de sus libros y sus actos, como yo lo he hecho,
los lectores deben disfrutar del privilegio de decir lo que piensan, aunque
sean pensamientos infames. Por eso renuncié hace mucho tiempo al derecho de
réplica y rectificación -que debía considerarse como uno de los derechos
humanos- y, desde entonces, en ningún caso y ni una sola vez en ninguna parte
del inundo he respondido a ninguno de los tantos agravios que se me han hecho,
y de un modo especial en Colombia. Me veo obligado a permitirme ahora una sola
excepción, para comentar los dos argumentos únicos con que el Gobierno ha
querido explicar mi intempestiva salida de Colombia la semana pasada. Distintos
funcionarios, en todos los tonos y en todas las formas, han coincidido en dos
cargos concretos. El primero es que me fui de Colombia para darle una mayor
resonancia publicitaria a mi próximo libro. El segundo es que lo hice en apoyo
de una campaña internacional para desprestigiar al país. Ambas acusaciones son
tan frívolas, además de contradictorias, que uno se pregunta escandalizado si
de veras habrá alguien con dos dedos de frente en el timón de nuestros
destinos.
La única
desdicha grande que he conocido en mi vida es el asedio de la publicidad. Esto,
al contrario de lo que creo merecer, me ha condenado a vivir como un fugitivo
No asisto nunca a actos públicos ni a reuniones multitudinarias, no he dictado
nunca una conferencia, no he participado ni pienso participar jamás en el
lanzamiento de un libro, les tengo tanto miedo a los micrófonos y a las cámaras
de televisión como a los aviones, y a los periodistas les consta que cuando
concedo una entrevista es porque respeto tanto su oficio que no tengo corazón
para decirles que no.
Esta
determinación de no convertirme en un espectáculo público me ha permitido
conquistar la única gloria que no tiene precio: la preservación de mi vida
privada. A toda hora, en cualquier parte del mundo, mientras la fantasía
pública me atribuye compromisos fabulosos, estoy siempre en el único ambiente
en que me siento ser yo mismo: con un grupo de amigos. Mi mérito mayor no es
haber escrito mis libros, sino haber defendido mi tiempo para ayudar a Mercedes
a criar bien a nuestros hijos. Mi mayor satisfacción no es haber ganado tantos
y tan maravillosos amigos nuevos, sino haber conservado, contra los vientos más
bravos, el afecto de los más antiguos. Nunca he faltado a un compromiso, ni he
revelado un secreto que me fuera confiado para guardar, ni me he ganado un
centavo que no sea con la máquina de escribir. Tengo convicciones políticas
claras y firmes, sustentadas, por encima de todo, en mi propio sentido de la
realidad, y siempre las he dicho en público para que pueda oírlas el que las
quiera oír. He pasado por casi todo en el mundo. Desde ser arrestado y escupido
por la policía francesa, que me confundió con un rebelde argelino, hasta
quedarme encerrado con el papa Juan Pablo II en su biblioteca privada, porque
él mismo no lograba girar la llave en la cerradura. Desde haber comido las
sobras de un cajón de basuras en París, hasta dormir en la cama romana donde
murió el rey don Alfonso XIII. Pero nunca, ni en las verdes ni en las maduras,
me he permitido la soberbia de olvidar que no soy nadie más que uno de los 16
hijos del telegrafista de Aracataca. De esa lealtad a mi origen se deriva todo
lo demás: mi condición humana, mi suerte literaria y mi honradez política.
He dicho
alguna vez que todo honor se paga, que toda subvención compromete y que toda
invitación se queda debiendo. Por eso he sido siempre tan cuidadoso en mi vida
social. Nunca he aceptado más almuerzos que los de mis amigos probados. Hace muchos
años, cuando era crítico de cine y estaba sometido a la presión de los
exhibidores, conservaba siempre el pase de favor para demostrar que no había
sido usado, y pagaba la entrada. No acepto invitaciones de viajes con gastos
pagados.
El boleto de
nuestro vuelo a México de la semana pasada -a pesar de la gentil resistencia de
la embajadora de aquel país en Colombia- lo compramos con nuestro dinero. Pocos
días antes, sin consultarlo conmigo, un amigo servicial le había pedido al
alcalde de Bogotá que hiciera cambiar el horario del racionamiento eléctrico en
mi casa, pues coincidía con mi tiempo de trabajo, y tengo un estudio sin luz
natural y una máquina de escribir eléctrica. El alcalde le contestó, con toda
la razón, que Balzac era mejor escritor que yo y, sin embargo, escribía con
velas. Al amigo que me lo contó indignado le repliqué que el señor alcalde
cumplió con su deber, y que contestó lo que debía contestar.
La gente que
me conoce sabe que esta es mi personalidad real, más allá de la leyenda y la
perfidia, y que si quedé mal hecho de fábrica ya es demasiado tarde para
volverme a hacer nuevo. De modo que no ilustres oligarcas de pacotilla: nadie
se construye una vida así, con las puras uñas, y con tanto rigor minuto a
minuto, para salir de pronto con el chorro de babas de asilarse y exiliarse
sólo para vender un millón de libros, que además ya estaban vendidos.
El segundo
cargo, de que me fui de Colombia con el único propósito de desprestigiar al
país, es todavía ni menos consistente. Pero tiene el mérito de ser una creación
personal del presidente de la República, aturdido por la imagen cada vez más
deplorable de su Gobierno en el exterior. Lo malo es que me lo haya atribuido a
mí, pues tengo la buena suerte de disponer de dos argumentos para sacarlo de su
error.
El primero es
muy simple, pero quiero suplicar que lo lean con la mayor atención, porque
puede resultar sorprendente. Es este: en ninguna de mis ya incontables
entrevistas a través del mundo entero -hasta ahora- no había hecho nunca
ninguna declaración sobre la situación interna de Colombia. Ni había escrito
una palabra que pudiera ser utilizada contra ella. Era una norma moral que me
había impuesto desde que tuve conciencia del poder indeseable que tenía entre
manos, y logré mantenerla, contra viento y marea, durante casi 30 años de vida
errante. Cada vez que quise hacer un comentario sobre la situación interna de
Colombia lo vine a hacer dentro de ella o a través de nuestra prensa. El que
tenga una evidencia contra esta afirmación le suplico que la haga conocer de
inmediato, de un modo serio e inequívoco y con pruebas terminantes. Pues
también suplico a mis lectores que si esas pruebas no aparecen, o no son
convincentes, lo consideren y proclamen desde ahora y para siempre como un
reconocimiento público de mi razón.
El segundo
argumento es todavía más simple, y no ha dependido tanto de mí como de la
fatalidad. Es este: tengo el inmenso honor de haberle dado más prestigio a mi
país en el mundo entero que ningún otro colombiano en toda su historia, aún los
más ilustres, y sin excluir, uno por uno, a todos los presidentes sucesivos de
la República. De modo que cualquier daño que le pueda hacer mi forzosa decisión
lo habría derrotado yo mismo de antemano, y también a mucha honra.
En realidad,
el Gobierno se ha atrincherado en esas dos acusaciones pueriles, porque en el
fondo sabe que mi sentido de la responsabilidad me impedirá revelar los nombres
de quienes me previnieron a tiempo. Sé que la trampa estaba puesta y que mi
condición de escritor no me iba a servir de nada, porque se trataba
precisamente de demostrar que para las fuerzas de represión de Colombia no hay
valores intocables. O como dijo el general Camacho cuando apresaron a Luis
Vidales: «Aquí no hay poeta que valga». Mauro Huertas Rengifo, presidente de la
Asamblea del Tolima, declaró a los periodistas y se publicó en el mundo entero
que el Ejército me buscaba desde hacía diez días para interrogarme sobre
supuestos vínculos con el M-19. El único comentario que conozco sobre esa
declaración lo hizo un alto funcionario en privado: «Es un loquito». En cambio,
el primer guerrillero que se declaró entrenado en Cuba provocó, de inmediato,
la ruptura de relaciones con ese país. Pero hay algo no menos inquietante: a la
medianoche del miércoles pasado, cuando mi esposa y yo teníamos más de seis
horas de estar en la Embajada de México en Bogotá, el Gobierno colombiano fue
informado de nuestra decisión, y de un modo oficial, a través del secretario
general de la cancillería colombiana, el coronel Julio Londoño. A la mañana
siguiente, cuando la noticia se divulgó contra nuestra voluntad, los
periodistas de radio entrevistaron por teléfono al canciller Lemos Simonds y
éste no sabía nada. Es decir: casi ocho horas después aún no había sido
informado por su subalterno. El ministro de Gobierno, aún más despalomado,
llegó hasta el extremo de desmentir la noticia. La verdad es que las voces de
que me iban a arrestar eran de dominio público en Bogotá desde hacía varios
días y -al contrario de los esposos cornudos- no fui el último en conocerlas.
Alguien me dijo: «No hay mejor servicio de inteligencia que la amistad». Pero
lo que me convenció por fin de que no era un simple rumor de altiplano fue que
el martes 24 de marzo, en la noche, después de una cena en el palacio
presidencial, un alto oficial del Ejército la comentó con más detalles. Entre
otras cosas dijo: «El general Forero Delgadillo tendrá el gusto de ver a García
Márquez en su oficina, pues tiene algunas preguntas que hacerle en relación con
el M-19». En otra reunión diferente, esa misma noche, se comentó como una
evidencia comprometedora un viaje que Mercedes y yo hicimos de Bogotá a La
Habana, con escala en Panamá, del 28 de enero al 11 de febrero. El viaje fue
cierto y publicar, como los tres o cuatro que hacemos todos los años a Cuba, y
el motivo fue una reunión de escritores en la Casa de las Américas, a la cual
asistieron también otros colombianos. Aunque sólo hubiera sido por la
suposición escandalosa de que ese viaje tuvo alguna relación con el posterior
desembarco de guerrilleros, habría tomado precauciones para no dejarme manosear
por los militares. Pero hay más, y estoy seguro de que el tiempo lo irá sacando
a flote.
La forma en
que la Prensa oficial ha tratado el incidente está ya sacando algunas, y más de
lo que parece.
Ha habido de
todo para escoger. Jaime Soto -a quien siempre tuve como un buen periodista y
un viejo amigo a quien no veo hace muchos años- explicó mi viaje en la forma
más boba: «El que la debe la teme». Sin embargo, el comentario más revelador se
publicó en la página editorial de El Tiempo, el domingo pasado
firmado con el seudónimo de Ayatola. No sé a ciencia cierta quién
es, pero el estilo y la concepción de su nota lo delatan como un retrasado
mental que carece por completo del sentido de las palabras, que deshonra el
oficio más noble del mundo con su lógica de oligofrénico, que revela una
absoluta falta de compasión por el pellejo ajeno y razona como alguien que no
tiene ni la menor idea de cuán arduo y comprometedor es el trabajo de hacerse
hombre.
A pesar de su
propósito criminal, es una nota importante, pues en ella aparece por primera
vez, en una tribuna respetable de la Prensa oficial, la pretensión de
establecer una relación precisa, incluso cronológica, entre mi reciente viaje a
La Habana y el desembarco guerrillero en el sur de Colombia. Es el mismo cargo
que los militares pretendían hacerme, el mismo que me dio la mayoría de mis
informantes, y del cual yo no había hablado hasta entonces en mis numerosas
declaraciones de estos días. Es una acusación formal. La que el propio Gobierno
trató de ocultar, y que echa por tierra, de una vez por todas, la patraña de la
publicidad de mis libros y la campaña de desprestigio internacional. Ahora se
sabe por qué me buscaban, por qué tuve que irme y por qué tendré que seguir
viviendo fuera de Colombia, quién sabe hasta cuándo, contra mi voluntad.
No puedo
terminar sin hacer una precisión de honestidad. Desde hace muchos años, el
tiempo ha hecho constantes esfuerzos por dividir mi personalidad: de un lado,
el escritor que ellos no vacilan en calificar de genial, y del otro lado, el
comunista feroz que está dispuesto a destruir a su patria. Cometen un error de
principio: soy un hombre indivisible, y mi posición política obedece a la misma
ideología con que escribo mis libros. Sin embargo, el tiempo me ha consagrado
con todos los elogios como escritor, inclusive exagerados, y al mismo tiempo me
ha hecho víctima de todas las diatribas, aun las más infames, como animal
político.
En ambos extremos,
el tiempo ha hecho su oficio sin que yo haya intentado nunca ninguna réplica de
ninguna clase, ni para dar las gracias ni para protestar. Desde hace más de
treinta años, cuando todos éramos jóvenes y creíamos -como yo lo sigo creyendo-
que nada hay más hermoso que vivir, he mantenido una amistad fiel y afectuosa
con Hernando y Enrique Santos Castillo -a quienes quiero bien a pesar de
nuestra distancia, porque he aprendido entenderlos bien- y con Roberto García
Peña, a quien tengo por uno de los hombres más decentes de nuestro tiempo.
Quiero suplicarles que digan a sus lectores si alguna vez les he hecho un
reclamo por las injurias de su periódico, si alguna vez he rectificado en
público o en privado cualquiera de sus excesos, o si éstos han alterado de
algún modo mi sentido de la amistad. No; he tenido la buena salud mental de
tratarlos como si ellos no tuvieran nada que ver con un periódico que siempre
he visto como un engendro sin control que se envenena con sus propios hígados.
Sin embargo, esta vez el engendro ha ido más allá de todo límite permisible y
ha entrado en el ámbito sombrío de la delincuencia. Me pregunto, al cabo de
tantos años, si yo también no me equivoqué al tratar de dividir la personalidad
de sus domadores.
De modo que
todo este ingrato incidente queda planteado, en definitiva, como una
confrontación de credibilidades. De un lado está un Gobierno arrogante,
resquebrajado y sin rumbo, respaldado por un periódico demente cuyo raro
destino, desde hace muchos años, es jugárselas todas por presidentes que
detesta. Del otro lado estoy yo, con mis amigos incontables, preparándome para
iniciar una vejez inmerecida, pero meritoria. La opinión pública, no tiene más
que una alternativa: ¿A quién creer? Yo, con mi paciencia sin término, no tengo
ninguna prisa por su decisión. Espero.
Gabriel
García Márquez. 8 de abril 1981
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